No traigo equipaje
-¡hay de todo en Nueva York!-
y en la mochila sobre la espalda
sólo había espacio para el par de calzoncillos de ir al médico
los blue jeans que me regalaron en navidad
cinco fundas de mentas de guardia
y dos paquetes de pilones dulces
de esos que dejan la lengua colorada
y las palabras pegajosas
-el salami quedó confiscado en aduanas-
Pateado de un lado a otro
hasta caer en un vagón del tren A.
Atravesamos la ciudad por sus entrañas
entre el chirrido de los tracks
y el choque de los carros metálicos en movimiento
postes que vuelan al otro lado de las ventanas
luces multicolores
como estrellas subterráneas
otra vez el chirrido de los tracks del tren
las paredes tituladas anuncian las paradas
bancos de parque en rincones oscuros
gente que se apiña recostada en las esquinas
y otra vez el chirrido de los tracks que aúllan lastimeros
los cuerpos se balancean
animados por quién sabe qué titiritero
vendedores ambulantes
una banda de jazz que apura la música
mientras una niña pálida pasa una gorra de los Yankees
para recoger el pan en metálico
y los tracks en el fondo chirreando sus penas.
Me paro en la puerta
y sin esfuerzo
la oleada humana me escupe entre la 184 y Broadway
cuando aún no he despertado de este viaje
por el centro del planeta
cargando mi mochila de mentas y pilones
miro hacia arriba
para comprender que desde esta esquina
el camino que lleva al cielo es un túnel angosto y sombrío.